Un domingo soleado, mientras estábamos sentados en un banco del parque, llegaron tres personas con una mesa plegable sobre la que extendieron papeles y bolígrafos.

Se acercaban a quienes disfrutaban del sol y la lectura para explicarles sus intenciones. A continuación, muchos se apresuraban a la mesa para consignar su firma.

En un intervalo en el que nadie se acercaba a firmar, uno llegó hasta nosotros para declarar su propósito: «Recogemos firmas para impedir el cierre de la Casa de la Cultura»

– Y, ¿Qué hacéis en la Casa de la Cultura?

-Lectura, música, teatro, poesía,…pintura.

-¿Y por qué la quieren cerrar?

-Están cerrando muchas.

-Ya pero… ¿por qué?

Preguntar «por qué», impidió que la conversación avanzara y se marchó. «Es como si sobrara justificarlo»

Aquí cabe imaginar dos hipótesis: Que no sabía por qué la cerraban o que le pareció impertinente preguntarlo. Me inclino por la segunda.

¿Por qué?

Porque relajados en el parque -un domingo soleado- se nos presenta un propósito admirable con un procedimiento simple de seguir, sin necesidad de pensar.

Era fácil.

Te levantas, te acercas, te dan el boli y sin esfuerzo contribuyes a evitar el cierre de la Casa de la Cultura que, inicialmente, transmite un significado catastrófico.

Y claro, parece que no está bien visto desafiar significados culturales.

Hay significados que tapan la necesidad de explicar las razones de las cosas. En este caso, saber si la propuesta de cerrar la Casa de la Cultura responde realmente a un razonamiento lógico por parte de quien decide cerrarla.

Preguntar el «por qué» de las propuestas que nos presentan no significa que no pensemos de la misma manera sino que nos falta información para decidir.