Muchas de nuestras decisiones vienen determinadas (desatinadamente) por el tiempo, dejando al margen los procesos.

Pongamos dos ejemplos:

No pensamos en cómo nos gustaría sentirnos después de comer. 

Si tengo mucha hambre, y poco tiempo para comer, activaré de forma voluntaria la idea de comer rápidamente. Para verificar mi idea, comprobaré:

  • La señal interna e involuntaria de que me quedo satisfecho y lleno lo antes posible: «Ya he comido»
  • La evidencia externa de que el plato ha quedado vacío: «He terminado de comer»
No pensamos en cómo le voy a decir a mi compañero que su informe es incomprensible.

Si quiero decírselo en cuanto le vea, activo la idea de: En cuanto le vea, se va a enterar. Comprobaré, para verificar mi idea:

    • La señal interna e involuntaria en la que «siento una mezcla de alivio y mal estar»
    • La evidencia externa en su cara de pasmo o su rechazo verbalizado con: «pues anda que tú…»

Activamos y priorizamos –y esto se hace de forma voluntaria– la necesidad de quitarnos las cosas de en medio, pero muchas veces no es una necesidad, es sólo una opción.

Despachar los asuntos nos lleva a dar por concluido un proceso que no ha hecho más que empezar. No somos muy buenos pensando en procesos y nos sometemos voluntariamente a la imposición del tiempo, de forma incompleta, y como si no hubiera nada más.