Eran las 11:30 de la mañana, momento en el que aprovechamos para hacer un descanso tomando un café y mantener una conversación amigable. Ese día tuve la ocasión de conversar con un comercial del sector de las telecomunicaciones, (técnico senior) con más de 25 años de experiencia.

Le saludé con ¿Qué tal, cómo estás?... Me respondió que se iba esa misma tarde de vacaciones pero que se sentía «impaciente» porque estaba pendiente esa mañana de la respuesta a una oferta que presentaron para conseguir un contrato (importante) de mantenimiento/soporte de red, a un cliente minorista del sector textil que tenía diferentes puntos de venta por toda España.

Al notar su «impaciencia» le pregunté:

-¿Qué expectativas tenéis de conseguir ese contrato?

Me contestó con una onomatopeya

-buhaaaaa-... Arqueando las cejas, para dirigir a continuación su mirada hacia el suelo y apurando el café concluyó con “no lo sé…pero nos lo darán seguro”.

Quedó en silencio y esbozó una sonrisa que interpreté (y lo subrayo) como si no contemplara la posibilidad de que ocurriera lo contrario (que no les dieran el contrato).

Dicho esto, las expectativas no son negativas ni positivas, es algo que ponemos, algo que construimos mentalmente. Para evitar el enfado cuando no se cumple, bastaría con saber cómo hemos construido esa expectativa, eso que damos por hecho.

La expectativa tiende a imponer o dictar como han de ser las cosas, y el problema reside ahí precisamente ¿Por qué? Porque muchas expectativas que tenemos no se cumplen. Es entonces cuando emerge la insatisfacción, el enfado y la decepción, quizás porque están construidas con poca o ninguna evidencia, es como si por una ley natural diésemos las cosas por hechas, sin contemplar la posibilidad de que ocurriera lo contrario u otra cosa.